A lo largo de nuestra vida nos estamos exponiendo a peligros continuamente, cada día hacemos cosas cuyas consecuencias pueden ser negativas o dañinas para nosotros. Por ejemplo, si cruzamos la calle sin mirar si viene algún vehículo, estamos aumentando el riesgo de sufrir un accidente o, si vamos a la playa en agosto con un sol abrasador, podemos exponernos a quemaduras en nuestra piel.
Afortunadamente, el miedo no nos impide seguir realizando nuestras actividades. Esto se debe a nuestra “percepción de riesgo”, es decir, el modo que tenemos cada persona de decidir qué aspectos de nuestra vida conllevan un peligro, y cuáles no, en función del balance que realizamos entre lo que podemos llegar a perder si algo sale mal, las posibilidades que asignamos a que salga mal, y las ganancias de realizar la conducta en cuestión.
Una vez sabido esto hay que tratar de averiguar cómo se construye esta percepción de riesgo. Desde que somos niños nos van educando y vamos aprendiendo con nuestra experiencia a evitar peligros innecesarios, pero también a temer riesgos que no lo son tanto. Algunas experiencias desagradables con una situación poco peligrosa puede condicionarnos a temer algo que, realmente, no tiene ningún riesgo, como por ejemplo la oscuridad o las tormentas. En estos ejemplos asignamos en la balanza más peso del debido a los posibles peligros, por lo que valoramos la situación más peligrosa de lo que es.
También ocurre que le perdemos el respeto a situaciones que pueden ser peligrosas, o que lo son en potencia. Por ejemplo, ver que nuestros amigos consumen alguna droga, como tabaco o alcohol, se lo pasan bien, e incluso son más populares. Estas situaciones pueden modificar nuestra percepción de riesgo y hacernos menos responsables en una situación de riesgo verdadero, ya que estamos viendo las ganancias, pero no las pérdidas que llegarán más adelante.
En función de todo ello nuestra percepción de riesgo se va construyendo y modificando. Si permitimos que nuestra percepción de riesgo esté a merced de efectos a corto plazo y no tenemos en cuenta los efectos a largo plazo, como en el último ejemplo, estamos poniéndonos en peligro real por una percepción de riesgo condicionada a priori, es decir por sus consecuencias aparentemente “beneficiosas” a corto plazo y no valorando sus consecuencias a largo plazo, cosa que ocurre con demasiada frecuencia con el consumo de drogas.
Aprender cuales son las consecuencias reales supone realizar un pequeño esfuerzo y ver un poco más lejos, es como ponernos unos prismáticos y mirar al horizonte, es decir, aumentar nuestra óptica y no dejarnos llevar por los detalles más llamativos e inmediatos que pueden confundirnos o confirmar nuestras creencias erróneas respecto a una situación. Valga el ejemplo de lo morenos que podemos estar este verano y el castigo al que estamos sometiendo a nuestra piel a largo plazo.
Lo mismo ocurre con las drogas: lo bien que lo pasan nuestros amigos el sábado puede parecernos un buen argumento para auto-convencernos de que hay que consumirlas, pero las consecuencias negativas de ello a lo largo del tiempo nos proporcionarían, si las analizamos con cierto detalle, una visión más completa. Solo con esta visión podemos tomar una decisión, de lo contrario, sin datos, estamos jugando sin conocer el mapa en el que nos movemos.
J. Abad
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